jueves, 14 de abril de 2011

PERU - CAP 12/15: DIA 3 – Choquequirao - el gran escape

Choquequirao, Perú — jueves, 14 de abril de 2011

En algún momento me dormí y de pronto un sonido similar al que había escuchado durante la tarde me despertó.  Venía justo del lado derecho, del lado donde estaban el árbol inclinado y la piedra.  Abrí los ojos como una lechuza.  Aparentemente, por el ruido, eran  un par de piedritas y tierra.  Me senté de golpe y me quedé escuchando con atención en medio de la oscuridad.  Nuevamente el mismo sonido.  Pasaron unos minutos de calma y decidí retomar mi sueño hasta que un nuevo sonido me despertó, pero ahora sí eran piedras que según el sonido me parecía que eran tamaño mediano.  Esta vez el sonido provenía de mi lado izquierdo y a diferencia de los anteriores no se detenía sino que continuaba en cascada hacia abajo.


Yo no podía seguir durmiendo en una carpa porque no tenía noción de lo que estaba pasando ahí afuera, en medio de la oscuridad, no tenía tampoco noción de la distancia a la que se estaban produciendo estas fuentes de sonidos, así que desde la carpa llamé al cuidador a los gritos hasta despertarlo, le comenté de las caídas que él no había escuchado y le pedí me dejara pasar a su casa.  Me ofreció mitad de su cama donde cada uno durmió en su propia bolsa de dormir.  Estaba más tranquila ahí adentro pero sin embargo yo no lograba dormir en paz.  Rondaba por mi cabeza una idea sobre la que tenía que tomar una decisión.  ¿Pero cuál era la decisión más acertada?  Yo iba a ser la única persona descendiendo a las 6:00 am por ser la única persona que se encontraba en el campamento más bajo de la montaña.  ¿Qué hacer si me encontraba con uno de estos derrumbes?  ¿Y si algo me sucedía?  Tendría que esperar dos horas hasta que mi grupo pasara por el lugar para que me socorrieran.  Lo más lógico entonces era esperar ahí mismo, en el campamento, dos horas hasta la llegada de mi grupo y unirme a la bajada con ellos.  Eso era lo más lógico para cualquiera, lo más sensato para cualquiera.  Pero para mí eso implicaba meterme en el cañadón nuevamente a pleno sol y la ladera donde me encontraba la sentía peligrosa, amenazante, sentía que tenía que cruzar a la ladera de enfrente cuanto antes.  Mi sensación de peligro al quedarme paralizada en el lugar era mayor que mi sensación de miedo por moverme sola.  Tenía que salir cuanto antes de ahí.  Tenía que aprovechar la madrugada y ganarle al sol.
Me desperté a las 5am.  Todavía estaba oscuro como para partir.  Pensé que mi anfitrión iba a ofrecerme una taza con té de coca caliente pero en vez de eso tomó una taza, salió a orinar y desayunó su orín.  Tenía que irme cuanto antes de ahí.
Así, sin desayunar, alisté mis cosas, ajusté mis bastones y salí decidida a llegar a Chiquiscca sin volver atrás, sin mirar atrás, sin retroceder, sin amilanarme, “vos te metiste sola en esto, ahora tenés que salir de acá” me repetía una y mil veces en mi mente.
Empecé a hacer el recorrido de descenso intentando concentrarme sólo en escuchar el  sonido del río que todavía se oía distante.  En el camino habían aparecido pequeños derrumbes de tierra y piedras que el día anterior no estaban pero no era nada grave, así y todo, caminaba prestando atención a la ladera que quedaba por encima mío, a cada piedra colgante y buscaba en cada trecho del camino el mejor punto de refugio en caso de derrumbe, como quien busca la puerta de salida de emergencia.
Las veinte zetas cortas - Ladera Apurimac
Iba absolutamente concentrada, no podía haber margen de error, sin embargo en cuanto me distraía un poco, los pies me resbalaban sobre el pedregullo.  “Firme, firme, firme”  me repetía en voz baja para apoyar con firmeza mis bastones.  Iba midiendo  mi descenso en comparación con el camino de la ladera de enfrente e incluso me detuve un instante para tomarle una foto que incluía no sólo el camino de ascenso sino también el campamento de Chiquiscca a fin de poder utilizarlo a  modo de mapa.
En el primer tramo recto de la ladera de enfrente había un derrumbe en medio del cual habían abierto el camino, con lo cual quedaba medio derrumbe suspendido por encima del camino y medio derrumbe esparcido por debajo.  Era un punto peligroso queme tenía preocupada pero decidí no preocuparme todavía por él, no podía estar en una ladera preocupándome por la otra, necesitaba concentrarme en salir de donde estaba.  Sólo me preocuparía de este tema cuando llegara el momento de atravesarlo.  Me había propuesto no detenerme hasta salir de esa montaña, hasta cruzar hacia la ribera opuesta del río, hasta llegar al campamento de Playa Rosalina.
El Puente y Playa Rosalina
De pronto divisé entre la vegetación los techos verdes del campamento de Playa Rosalina en la ribera opuesta y unos metros después divisé el puente.  El río estaba cerca, el camino se acercaba ahora más al río, tenía que concentrarme más que nunca.  El río corría rápido y furioso haciendo tremendos saltos y remolinos.  Llegué a la base.  Me detuve de frente al puente.  Ajusté mis correas.   Tomé mis palos de trekk en la mano izquierda y caminé firme por el lado derecho del puente, intentando pisar siempre sobre la madera longitudinal.  El puente ondulaba longitudinalmente haciéndose eco de cada paso.  Caminé a paso firme mirando sólo un punto fijo al final de puente.  Mi mano derecha iba caminando sobre el enrejado.  Delante mío una madera transversal algo suelta.  La evité.  Continué sin dudar, sin detenerme, sin mirar a los lados, el río no existía en ese momento en mi mundo aunque corría caudaloso debajo de mis pies.  Sólo cuando llegué a la otra orilla me sentí a salvo, tomé mi cámara y fotografié al puente y al río que me habían dejado pasar.  No sé por qué, pero en esta ladera sí me sentía segura.

Me adentré en la montaña nuevamente.  Caminé unos metros más entre la vegetación y las piedras y encontré un par de gallinas y gansos, me sentí aliviada porque eso significaba también la presencia de humanos: había llegado al campamento de Playa Rosalina.  Me senté en el hall de una de las casillas con los plumíferos picoteando a mi alrededor a descansar y rehidratarme sólo unos diez minutos.  No parecía haber nadie ahí, sin embargo en un momento como de la nada apareció una chica que absolutamente cargada con el total de su mochila enfiló directo por el camino de ascenso hacia Chiquiscca, sin mirarme siquiera, como si no me hubiese visto  ¿o sí?.  Ni siquiera se sorprendió de mi presencia.  Tomé mis cosas y me apresuré para ir unos metros detrás de ella.  En el camino descubrí que tenía un par de compañeros más que todavía estaban alistando sus cosas para partir.  Si lograba mantener el mismo ritmo que ella, sus compañeros quedarían detrás mío y así iría acompañada en medio de una caravana mochilera.  Ella iba muchísimo más cargada que yo, llevaba una mochila grande y el aislante enrollado en lo alto de la misma.  Por la forma en que se apareció delante mío, así, de la nada y tomó el camino de ascenso, sin mirarme, sin sorprenderse, me pareció que no era real, era como una imagen mochilera que me guiaba en el camino… ella iba no sólo delante mío sino adelantada con respecto a sus propios compañeros, marcándome el camino, segura de sí misma y segura frente a la montaña.
Ella llevaba el total de su equipaje sobre su espalda.  Yo llevaba solo una mochila liviana, mi mochila grande había quedado en el campamento de Santa Rosa dentro de la carpa, cuando los arrieros pasaran por ahí durante su descenso, iban a retirarla, sin embargo, no sólo luego de unos metros la perdí de vista sino que comenzaron a pasarme también uno a uno sus propios compañeros.  Estaba nuevamente caminando en solitario.
Tenía que pasar por el derrumbe y a partir de ahí comenzaba el camino en forma de “Z” con un total de 20 rectas.  Decidí contar las rectas para saber cuánto faltaba para terminar de transitarlas.  El sol comenzaba a asomar entre las montañas, así que decidí enumerarlas según fueran pares o impares de la siguiente manera: “uno, a favor del sol”, “dos, en contra del sol”, “tres, a favor del sol” y lo iba repitiendo en voz baja para no perder la cuenta y para alentarme.  El sonido del río me acompañó hasta la última de mis rectas que no resultaron ser 20 sino “diecisiete, a favor del sol”… vaya uno a saber en qué momento perdí las tres rectas faltantes, pero eso ya no importaba, las había atravesado en menos de lo que pensaba.  A partir de ahí el camino ingresaba en la ceja de selva nuevamente, tan espesa que de pronto dejó de oírse el río y dejó de verse la ladera opuesta, el camino se internaba de golpe en la vegetación espesa.  Pero inmediatamente a dejar de oír el río, como si fuera un cambio en el sonido, comencé a escuchar un sonido nuevo: el ruido de pequeños hilos de agua escurriendo al costado del camino.  Miré hacia la cima de esa montaña y efectivamente venían cayendo pequeñas cascadas de agua desde lo más alto, eso significaba que debía haber llovido en la cima y ahora el agua de lluvia estaba escurriéndose por la ladera.  Tenía que encontrar el campamento lo más rápido posible.
Tomé mi cámara y miré la foto que había tomado horas antes desde la ladera de enfrente.  El campamento no podía estar muy lejos pero entre tanta vegetación tenía miedo de no verlo.  De pronto un cerco de maderas, un caballo y unas casas de madera.  Me acerqué, se parecía al campamento pero como si lo hubiesen abandonado de golpe.  No había nadie.  Evidentemente se parecía al que tenía en mi memoria pero no era.  ¿Estaba más adelante o ya lo había pasado?
Busqué huellas de pisadas frescas en el camino para saber si estaba en el camino correcto y efectivamente había huellas de zapatos de trekking.  Caminé unos metros más y divisé unas gallinas.  Jamás me sentí tan feliz en mi vida de ver gallinas porque significaba la presencia humana.  Unos pasos más y divisé unos caballos… unos árboles frutales… las casillas de cañas… HABIA LLEGADO AL CAMPAMENTO DE CHIQUISCCA!!!
Guanabana
Saludé a lo lejos a la familia que habita el lugar, para quienes el transitar de mochileros por sus instalaciones es completamente normal y me senté en un banco a recuperarme.  Lo había logrado.  Pero tenía la remera literalmente mojada y ahora que estaba quieta mi propia transpiración comenzaba a darme frío.  Así que me saqué la remera mojada y me puse la única prenda que tenía en mi mochila, un buzo de micropolar.  Puse la remera a secar al sol y caminé entre los árboles frutales buscando algo para comer.  Mi prueba de frutas peruanas me había dado algo de experiencia en el tema.  Había papaya, plátanos, paltas, guanabana, granadilla.  Tomé una granadilla y una papaya.  Pero como siempre, abrí la granadilla mal y me cayó todo el jugo sobre el buzo.  Recordé mis clases de ergología y los artefactos de los primeros homínidos, así fue que busqué una laja cortante y comencé a abrir la papaya pero estaba verde todavía.
De pronto descubrí un grupo de argentinos gritones en la zona de carpas que estaban discutiendo entre hacer mate o fideos.  Otros tantos se estaban bañando en unas duchas de agua fría al aire libre y se pedían a los gritos las toallas y el jabón.  Y no podía faltar la desubicada que se paseaba en ropas livianas delante de la familia local.  Hablé con uno de ellos mientras la familia local se fue a hacer tareas de molienda y eso me ayudó a pasar el tiempo y a sentirme mejor.
Una hora más tarde comenzaron a llegar uno a uno los integrantes de mi grupo.  Ese día almorzamos ahí todos juntos y luego continuamos el camino de ascenso hacia el Mirador de Capulloc a metros del cual hay una casa vacía, ahí íbamos a acampar.
El camino de ascenso lo comenzamos a las 12:30hs, a pleno rayo del sol, el calor era agobiante, no había sombra más que debajo de unos pequeños, abiertos y dispersos arbustos donde se podía recuperar un poco la temperatura pero no había forma de huir del sol.  Siempre que veo en Buenos Aires gente que sale a correr al mediodía a pleno rayo del sol, pienso que están locos, que están atentando en contra de su propia vida, que van a morir ahí mismo de un paro cardíaco y yo estaba haciendo algo más arriesgado todavía, estaba a más de 2000 metros sobre el nivel del mar subiendo una montaña sin posibilidad de sombra y reparo alguno.  Era como caminar a pleno sol por el desierto.  Me sudaba hasta la cabeza y las moscas y mosquitos custodiaban mi cara y se pegaban en la transpiración.

De pronto la zona de las 10 grandes rectas en forma de “Z”.  Ya estaba cayendo el sol, se sentía una brisa fresca pero cada recta se hacía interminable.  De pronto la última curva, desde donde deja de verse definitivamente el valle de Choquequirao.  Me detuve unos emotivos instantes para despedirme y agradecer a ese paisaje al que lentamente el sol atenuaba su luz.  Al final de la última "Z" el punto culmine: el Mirador de Capulloc y unos metros más allá el campamento ya estaba armado.




En esa zona sí había viento y hacía frío y pude disfrutar por fin de una temperatura agradable para mi cuerpo.  Merendamos con una cacerola de pochoclos calientes y cenamos a la luz de la luna rodeados de grandes picos nevados y debajo de un cielo bellamente estrellado en el hall de entrada de la casa que, a medio terminar, no tenía puertas ni ventanas.  De todos los campamentos que hice en mi vida, este fue el mejor.
La casa está justo sobre una curva en la montaña y a su lado teníamos armadas las 4 carpas, con lo cual el viento venía de todas partes.  Pero cuando estábamos alistándonos para dormir, salió como de la nada, ascendiendo de un salto de la ladera de abajo, una vaca completamente blanca, que estaba entre furiosa y curiosa por nuestra presencia.  Se paseó entre las carpas oliéndolas ruidosa, profusa e insistentemente.  Seguramente habíamos invadido su territorio y tuvimos que asustarla con piedras para que se alejara del lugar.  Con mi compañera peruana ajustamos las cuerdas de la carpa, repartimos el peso del equipaje entre las 4 esquinas de la misma, tomamos unos tragos de licor, nos abrigamos bien y nos fuimos a dormir en una noche tranquila y relajada, entre lluviosa y ventosa, pero maravillosa.  Porque estaba ahí, a pesar de todo, disfrutando de un momento que en mi vida se tornaría único.-