miércoles, 13 de abril de 2011

PERU - CAP 11/15: DIA 2 – Choquequirao - secreto en la montaña

Choquequirao, Perú — miércoles, 13 de abril de 2011
El camino a Choquequirao incluye básicamente dos laderas de dos montañas distintas: la de “bajada” que pertenece al departamento de Apurimac y la de “subida” que pertenece al departamento de Cusco (“bajada” y “subida” con respecto al camino de ida).
Nosotros nos encontrábamos todavía en la primera de ellas y el programa para este segundo día incluía terminar de descender desde el campamento de Chiquiscca hasta la base de esa montaña donde se encuentra el campamento Playa Rosalina junto al río Apurimac.  De ahí había que cruzar el puente sobre el río y comenzar el ascenso por la ladera cusqueña desde su base, atravesando los campamentos Santa Rosa, Santa Rosa Alta y Marampata (en ese orden) para luego llegar a la cima, a la Cuna de Oro, a Choquequirao.  La diferencia entre las dos laderas es notable: la primera se compone mayormente de tierras rojas, la segunda se compone mayormente de piedras sueltas.
Habiendo ascendido ya la subida inicial del primer día, decidí pasar todo el peso extra de mi mochila de mano a la mochila grande que cargaba la mula, incluso me deshice de mi cámara de fotos, prioricé llegar, prioricé mi salud a un simple recuerdo fotográfico, así que la mula chévere llevaba mochila y cámara  = )   Así fue que dejé en mi mochila sólo 2 litros de agua, un poncho de lluvia y repelente para mosquitos.
La bajada de Chiquiscca a Playa Rosalina se hace por medio de un camino en forma de “Z”  con un total de 20 rectas cortas.  Llegados a la base, cruzamos el puente e iniciamos la temida subida.  Caminaba prácticamente en cuatro patas: 2 piernas y 2 bastones de trekk que me obligaban a hacer fuerza y movimientos de tracción también con los brazos… algo así como una 4×4 humana  =)   
 
La vegetación de la zona es ceja de selva, es húmedo, tropical, empezaba a pegarme el sol y transpiraba demasiado, sobre todo en la espalda donde llevaba la mochila, en la cabeza donde llevaba la gorra con visera y me corría el agua por la cara.  Sentía presión en los oídos, como que los tímpanos me iban a estallar (nunca antes había tenido noción sensitiva de los tímpanos) y por momentos sentía también latir mi cerebro entero dentro del la bóveda craneana (tampoco nunca antes había tenido noción sensitiva del cerebro).  El cuerpo entero transpiraba para regular la temperatura corporal y el líquido que perdía por transpiración me provocaba una tremenda sed que tenía que saciar constantemente, pero ningún sorbo de agua era suficiente, es como que se evaporaba ni bien entraba a mi boca.  Mi cerebro repetía sonidos y números, como desconectado del resto del cuerpo, era como que el cuerpo caminaba sólo, por inercia pero en automático, sin piloto, acéfalo.  En un momento noté que comenzaba a detenerme exactamente cada 20 pasos para poder recuperarme.  El corazón me bombeaba a mil.  Me faltaba oxígeno no sólo para mis pulmones y mi cerebro, sino para poder contraer la musculatura de las piernas.  La subida se me hacía muy lenta, eterna.  Estaba a unos 2000 metros sobre el nivel de mar.  Normalmente sufro mucho los veranos en Buenos Aires estando incluso a nivel del mar porque tengo presión baja y el esfuerzo que estaba haciendo en estas condiciones estaba matándome aún más.
Había desayunado té de coca, iba comiendo caramelos de coca, había tomado Nastisol y tenía Vick Vapo Rub en el pecho pero parecía que todos estos productos “mágicos” estaban de golpe vencidos, habían perdido su eficacia.  Mi nariz seguía congestionada y con coágulos de sangre.  Tenía la piel húmeda, pegajosa, la ropa mojada de sudor, embarrada, manchada.
Miré hacia lo alto, la primer y única cima que tenía a la vista estaba muy lejana.  Pensé en volver hacia atrás, hacia abajo, para quedarme en Playa Rosalina a nivel del río, pero las mulas con las carpas y mochilas ya habían comenzado el ascenso, sin bolsa de dormir no podía pasar la noche en ninguna parte, así que no tenía más opción que esforzarme para llegar a esa primera cima que se alzaba en lo alto: el campamento Santa Rosa.
El plan del grupo era llegar al mediodía al campamento más alto, Marampata, almorzar ahí y partir hacia Choquequirao luego del almuerzo.  Al paso que yo iba, para llegar a Marampata necesitaba un pulmotor, pero si es que lograba llegar, para ese momento mis compañeros ya no estarían ahí sino en Choquequirao, o sea que yo iba a hacer todo el esfuerzo simplemente para terminar únicamente acampando con ellos.  De ser así no valía la pena hacer el esfuerzo y decidí quedarme en el campamento de Santa Rosa.  Finalmente el guía le pidió al arriero que me armaran una carpa y desempacaran mi mochila en ese campamento.
Campamento Santa Rosa
Estaba empezando a chocarme las puntas de los pies contra las piedras por no levantarlos lo suficiente como para pasarlas por encima, eso era otra señal de cansancio.  Para cuando llegué a Santa Rosa tenía la carpa armada y mi mochila esperándome a su lado.  En ese momento pregunté cuán lejos quedaba Marampata y me señalaron nuevamente una única cima que se erguía en mi campo visual hacia el cielo, a una distancia similar a la que acababa de recorrer y ahí reafirmé mi decisión de quedarme sola en este campamento para volver a reencontrarme con mi grupo en el campamento de Chiquiscca al día siguiente.  En ese momento se me piantó un lagrimón por el esfuerzo que estaba haciendo, por lo que me había costado llegar hasta ahí no sólo en esa subida sino en el viaje en general, había destinado 4 meses a una preparación física intensiva, había vendido cosas para poder tener el dinero en efectivo para poder hacer el viaje, había pedido cosas prestadas y me había privado de otras tantas para poder ir detrás de este sueño y finalmente la meta no estaba cumplida, había quedado truncada, había atravesado 24 kilómetros y me había quedado 8 kilómetros antes de la meta… Choquequirao estaba ahí nomás, en el kilómetro 32, pero eran 8 kilómetros en ascenso con una pendiente mayor a la que había venido transitando y eso era para mí imposible de realizar en ese momento.
Mi grupo iba a comenzar el descenso desde Marampata, dos campamentos más arriba del mío a la misma hora en que yo iba a iniciar sola mi descenso desde Santa Rosa.  De esta manera yo iba a obtener una ventaja temporal a la hora de realizar la subida de las 20 rectas en “Z” de la ladera de enfrente, no sólo para no retrasarme con respecto a mis compañeros sino para poder ganarle al calcinante sol.

Pasé la tarde descansando, hablando con gente de la zona, con arrieros y viendo pasar a muchos aventureros en su camino de ascenso y descenso, pero todos estaban de paso, ninguno llegó para quedarse excepto yo.  En Santa Rosa hay venta de bebidas pero no se preparan comidas así que unos bombones de fruta, un chocolate y un paquete de papas fritas fueron mi alimento durante todo ese día.
El campamento se compone de tres terrazas para carpas en la más baja de las cuales se encontraba la mía.  Miré la pared que sostenía la segunda terraza y descubrí un árbol inclinado hacia abajo con sus raíces a medio cubrir y detrás de él una tremenda roca del tamaño de las que le caen encima al coyote.  La pared que formaba la terraza era simplemente un corte vertical en la ladera.  Miré mi carpa y estaba justo debajo del árbol y en el camino de la piedra, si la tierra cedía, no tenía oportunidad de escapar, así que mi primer acción fue correr mi carpa de su camino.  Miré a mi alrededor y las construcciones fijas de caña y barro estaban ubicadas estratégicamente justo en los dos extremos de esa pared que, desde mi punto de vista netamente personal, era inestable.
En la base de la terraza hay unos bancos hechos de cañas y ahí sentada fue donde pasé mi tarde charlando pero durante la tarde, en dos ocasiones, sucedieron pequeñísimos desprendimientos de piedritas y tierra.  El cuidador puso su mano sobre la tierra para ver si se trataba de un temblor pero según me explicó luego, era simplemente lo que se soltaba del movimiento de las raíces del árbol.  Yo sabía que por más pequeñísimos que fuesen esos desprendimientos, de escucharlos durante la noche, no podría dormir con tranquilidad porque desde la carpa y en medio de la oscuridad, no podría saber la real magnitud del suceso, no tendría forma de dimensionar lo que realmente pasaba afuera.  Tenía que pegar mi carpa lo más posible a las construcciones fijas.
Esperé la caída del sol, el ocaso del día, para hacer una ofrenda de maíz blanco -que me había dado mi madre en Buenos Aires- a la montaña, para agradecerle haberme dejado llegar hasta ahí, para pedirle que me protegiera en mi regreso y para que aún no habiendo alcanzado la cima, me ayudara a encontrar el amor.


Cuando el sol finalmente cayó y dejaron de pasar turistas, cuando sólo comenzaron a escucharse sonidos de chicharras, tipo 18hs, me metí en la carpa a escribir parte de este diario… era demasiado temprano para dormir… necesitaba matar el tiempo.  En ese momento pensé “vos te metiste en esto… fue tu elección… ahora te la tenés que bancar y buscar la forma de salir… vos sola te metiste en esto… ahora tenés que buscar la forma de salir… tenés que salir”.

Mi mapa
Tipo 19hs ya no quedaba casi luz salvo la de mi linterna, así que decidí tomarme dos largos y profundos tragos de licor y me metí vestida en la bolsa de dormir por si tenía que salir corriendo durante la noche ante cualquier eventualidad.  Estaba sola no sólo en la carpa sino en el campamento… sólo el cuidador estaba en su casilla y se alistaba también para dormir.  Mi carpa estaba finalmente pegada a la puerta de su casa.  El cuidador de advirtió que durante la noche yo iba a escuchar los sonidos de su meditación y así fue que desde mi carpa, en solitario, escuchaba sus largos y sostenidos “ohmmm, ohmmmm, ohmmmmm”, lo cual más que asustarme me servía para cerciorarme que él continuaba todavía despierto, era como una charla unidireccional, un monólogo de “os y emes”… pero en medio de todo eso… en algún momento de la noche, finalmente me dormí.-